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forma de mantener puro el poder, sino de mantener el poder sólo para ellos. Dejando
fuera a las mujeres, dejando fuera a todos los que no aceptan convertirse en eunucos
para obtener ese único poder... ¿Quién sabe? ¡Una maga! ¡Quizás eso lo cambiaría todo,
cambiaría todas las reglas!
Ella podía ver cómo la mente de él bailaba frente a la de ella, cogiendo ideas y jugando
con ellas, transformándolas como había transformado el ladrillo en mariposa. Ella no
podía bailar con él, no podía jugar con él, pero lo miraba maravillada.
Tú podrías ir a Roke dijo él, los ojos le brillaban de entusiasmo, de picardía, de
audacia. La miraban casi suplicantes, incrédulos, silenciosos; insistió : Podrías hacerlo.
Eres una mujer, pero hay maneras de cambiar tu apariencia. Tienes el corazón, el coraje,
la voluntad de un hombre. Tú podrías entrar en la Casa Grande. Lo sé.
¿Y qué haría allí?
Lo que hacen todos los alumnos. ¡Vivir solos en una celda de piedras y aprender a
ser sabios! Puede que no sea todo lo que tú soñaste, pero eso, también, lo aprenderías.
No podría. Se darían cuenta. Ni siquiera podría entrar. Me has dicho que está el
Portero. No sé la palabra que tengo que decirle.
La contraseña. Pero yo puedo enseñártela.
¿Podrías? ¿Está permitido?
No me importa lo que está permitido le contestó él, con el ceño fruncido como
nunca antes lo había visto . El propio Archimago dijo: Las reglas están hechas para ser
transgredidas. La injusticia hace las reglas, y el coraje las transgrede. ¡Yo tengo el coraje,
si tú lo tienes!
Ella lo miró. No podía hablar. Se puso de pie y después de unos instantes salió del
establo caminando, se alejó atravesando la colina, subiendo el camino que la rodeaba y
llegó hasta la mitad. Uno de los perros, su favorito, un inmenso y horrible sabueso con la
cabeza muy pesada, la siguió. Se detuvo en la pendiente que estaba sobre el pantanoso
manantial en el cual Rosa le había dado su nombre hacía diez años. Se quedó allí de pie.
El perro se sentó a su lado y la miró a la cara. No había pensamientos claros en su
mente, pero las palabras se repetían: «Podría ir a Roke y descubrir quién soy».
Miró hacia el oeste por encima de los lechos de juncos y de los sauces y de las colinas
lejanas. Todo el cielo occidental estaba vacío, despejado. Se quedó inmóvil y su alma
pareció acercarse a aquel cielo e irse, salir de ella.
Se oyó un pequeño ruido, el suave clip-clop de los cascos de la yegua negra,
acercándose por el camino. Entonces Dragónvolador volvió a sí misma y llamó a Marfil y
bajó corriendo la colina para encontrarse con él.
Iré le dijo.
Él no había planeado ni había tenido la intención de semejante aventura, pero al ser
tan alocada, cuanto más pensaba en ella, más se entusiasmaba. La idea de pasar el largo
y gris invierno en el Estanque del Oeste le hundía el espíritu como una piedra. Allí no
había nada que le interesara a no ser por la muchacha Dragónvolador, que había llegado
a ocupar todos sus pensamientos. Su fuerza aplastante e inocente lo había derrotado
absolutamente hasta ahora, pero él hacía lo que ella quería para conseguir que al final
ella hiciera lo que él quería, y valía la pena jugar aquel juego, pensaba él. Si ella se
escapaba con él, el juego estaría ganado. En cuanto a la broma que éste representaba, la
idea de realmente meterla en la escuela de Roke disfrazada de hombre, había pocas
posibilidades de conseguirlo, pero le complacía pensar en él como un gesto de desacato
a toda la piedad y la pomposidad de los Maestros y de sus aduladores. Y si de alguna
manera lo conseguía, si lograba realmente que una mujer atravesara aquella puerta,
aunque fuera por un instante, ¡ésa sería una dulce venganza!
El dinero era un problema. La muchacha pensó, por supuesto, que él, siendo un gran
mago, chasquearía los dedos y los haría flotar sobre el mar en un barco mágico volando
con un viento mágico. Pero cuando él le dijo que tendrían que comprar un barco, ella
simplemente contestó: Yo tengo el dinero del queso.
Él guardaba como oro en paño aquellos comentarios. A veces ella lo asustaba, y él se
lo tomaba a mal. Cuando soñaba con ella, ella nunca se rendía ante él, sino que él se
rendía ante una dulzura feroz y destructora, hundiéndose en un abrazo aniquilador; eran
sueños en los que ella era algo que iba más allá de toda comprensión y él no era nada.
Despertaba de aquellos sueños temblando y avergonzado. A la luz del día, cuando la veía
grande, con las manos sucias, hablando como una palurda, como una simplona, él
recuperaba su superioridad. Únicamente deseaba que hubiera alguien que oyera lo que
ella decía, uno de sus grandes amigos en el Gran Puerto que encontraría todo aquello
divertido. «Yo tengo el dinero del queso», se repetía a sí mismo, cabalgando de regreso al
Estanque del Oeste, y reía. «Yo sí que lo tengo», decía en voz alta. La yegua negra
sacudía las orejas.
Le dijo a Abedul que había recibido un mensaje de su maestro desde Roke, el Maestro
Mano, y que debía ir para allí inmediatamente, para qué no podía decirlo, por supuesto,
pero no estaría fuera demasiado tiempo; medio mes para llegar hasta allí, otro para
regresar; estaría de vuelta bastante antes de los Barbechos, como muy tarde. Tenía que
pedirle al Señor Abedul que le diera un adelanto de su salario para pagar el viaje en barco
y el alojamiento, puesto que un mago de Roke no debía aprovecharse de la buena
voluntad de la gente que se ofrecía a darle todo lo que necesitaba, sino que debía pagar
su viaje como cualquier otro hombre. Como Abedul estaba de acuerdo con esto, tuvo que
darle a Marfil una cartera para su travesía, la primera vez después de muchos años que
tenía dinero de verdad en su bolsillo: diez cuentas de marfil talladas con la nutria de
Shelieth en un lado y la Runa de la Paz en el otro, en honor al Rey Lebannen. Hola,
pequeñas tocayas les dijo cuando se hubo quedado solo con ellas . Vosotras y el
dinero del queso os llevaréis muy bien.
Le contó muy poco a Dragónvolador acerca de sus planes, más que nada porque hacía
pocos, confiando en la suerte y en su propio ingenio, el cual raras veces lo decepcionaba
si se le presentaba una buena oportunidad para utilizarlo. La muchacha prácticamente no
hacía preguntas. ¿Iré como hombre todo el camino? fue una de ellas.
Sí le contestó él , pero solamente disfrazada. No obraré sobre ti un sortilegio de
apariencia hasta que lleguemos a la Isla de Roke.
Pensé que sería un sortilegio de cambio dijo ella.
Eso no sería muy astuto le contestó él, imitando bastante bien la seca solemnidad
del Maestro Transformador . Si es necesario, lo haré, por supuesto. Pero descubrirás
que los magos son bastante parcos con los grandes hechizos. Por una buena razón.
El equilibrio dijo ella, aceptando todo lo que él le decía de la manera más simple,
como siempre.
Y tal vez porque tales artes ya no tienen el poder que tuvieron alguna vez le
contestó él. No sabía por qué trataba de debilitar su fe en la magia; tal vez porque
cualquier debilitamiento de su fuerza, de su entereza, era para él un triunfo. Había
comenzado, simplemente para tratar de meterla en su cama, un juego que le encantaba
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