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Regenta!, dicen que es una señora incapaz de pecar, pero ¿quién
lo sabe?» Algo había oído de lo que se murmuraba. Era amiga de
algunas beatas de las que tienen un pie en la iglesia y otro en el
mundo; estas señoras son las que lo saben todo, a veces aunque no
haya nada. Le habían dicho, sobre poco más o menos, y sin estilo
flamenco, lo mismo que Orgaz contaba en el Casino dos días
antes: que don Álvaro estaba enamorado de la Regenta, o por lo
menos quería enamorarla, como a tantas otras. «Aquel don Álvaro
era un enemigo de su hijo. Lo sabía ella». Ni el mismo don
Fermín le tenía por enemigo, por más que varias veces había
adivinado en él un rival en el dominio de Vetusta. Pero doña
Paula tenía superior instinto; veía más que nadie en lo que
interesaba al poderío de su hijo. «Aquel don Álvaro era otro buen
mozo, listo también, arrogante, hombre de mundo; tenía el
prestigio del amor, contaba con las mujeres respectivas de muchos
personajes de Vetusta, y a veces con los personajes mismos,
gracias a las mujeres; era el jefe de un partido, el brazo derecho, y
la cabeza acaso, de los Vegallana... podía disputar a Fermín, con
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La Regenta
fuerzas iguales acaso, el dominio de Vetusta, de aquella Vetusta
que necesitaba siempre un amo y cuando no lo tenía se quejaba de
la falta de carácter de los hombres importantes. Y ¿por qué no
había de estar ya Mesía disputando ese dominio? ¿No cabía en lo
posible que la Regenta, aquella santa, y el don Alvarito, se
entendieran y quisieran coger en una trampa al pobre Fermo?»
Estas malas artes, por complicadas y sutiles que fuesen, las
suponía fácilmente doña Paula en cualquier caso, porque ella
pasaba la vida entregada a combinaciones semejantes. De estas
sospechas no comunicó a su hijo más que lo suficiente para
prevenirle contra la Regenta y sus confesiones de dos horas. No
citó el nombre de Mesía. En los labios le retozaba esta pregunta:
«¿Pero de qué demontres hablasteis dos horas seguidas?»
No se atrevió a tanto. «Al fin su hijo era un sacerdote y ella era
cristiana».
Preguntar aquello le parecía una irreverencia, un sacrilegio que
hubiera puesto a Fermo fuera de sí, y no había para qué.
-Adiós, madre -dijo don Fermín cuando doña Paula calló por
no atreverse con la pregunta sacrílega.
Ya estaba en la escalera el Magistral cuando oyó a su madre
que decía:
-¿De modo que hoy tampoco vas a coro?
-Señora, si ya habrá concluido...
-¡Bueno, bueno! -quedó murmurando ella-, no ganamos para
multas.
Por fin el Magistral se vio fuera de su casa, con el placer de un
estudiante que escapa de la férula de un dómine implacable.
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Leopoldo Alas, «Clarín»
El sol brillaba acercándose al cenit. Sobre Vetusta ni una sola
nube. El cielo parecía andaluz.
Sí, pero el buen humor del Magistral se había nublado; su
madre le había puesto nervioso, airado, no sabía contra quién.
«Aquel era su tirano: un tirano consentido, amado, muy
amado, pero formidable a veces. ¿Y cómo romper aquellas
cadenas? A ella se lo debía todo. Sin la perseverancia de aquella
mujer, sin su voluntad de acero que iba derecha a un fin
rompiendo por todo ¿qué hubiera sido él? Un pastor en las
montañas, o un cavador en las minas. Él valía más que todos, pero
su madre valía más que él. El instinto de doña Paula era superior
a todos los raciocinios. Sin ella hubiera sido él arrollado algunas
veces en la lucha de la vida. Sobre todo, cuando sus pies se
enredaban en redes sutiles que le tendía un enemigo, ¿quién le
libraba de ellas? Su madre. Era su égida. Sí, ella primero que
todo. Su despotismo era la salvación; aquel yugo, saludable.
Además, una voz interior le decía que lo mejor de su alma era su
cariño y su respeto filial. En las horas en que a sí mismo se
despreciaba, para encontrar algo puro dentro de sí, que impidiera
que aquella repugnancia llegase a la desesperación, necesitaba
recordar esto: que era un buen hijo, humilde, dócil... un niño, un
niño que nunca se hacía hombre. ¡Él que con los demás era un
hombre que solía convertirse en león!»
«Pero ahora sentía una rebelión en el alma. Era una injusticia
aquella sospecha de su madre. En la virtud de la Regenta creía
toda Vetusta, y en efecto era un ángel. Él sí que no merecía besar
el polvo que pisaba aquella señora. ¿Quién podía temer de
quién?»
En este momento comprendió la causa de su malhumor
repentino. «La madre había hablado de las calumnias con que le
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La Regenta
querían perder... de las demasías de ambición, orgullo y sórdida
codicia que le imputaban, de la influencia perniciosa en la vida de
muchas familias que se le achacaba... pero ¿era todo calumnia?
Oh, si la Regenta supiese quién era él, no le confiaría los secretos
de su corazón. Por un acto de fe, aquella señora había despreciado
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