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dar con ella debía haber intentado durante años relacionarse con alguna de las naves
turcas o moriscas que iban a parar a nuestros puertos, y finalmente debían haberle dado
noticias suyas. Quizá había sabido que era esclava, y para rescatarla le habían propuesto
informarles sobre los viajes de las tartanas de Ombrosa. O bien era el precio que tenía
que pagar para ser admitido entre ellos y embarcarse para el país de Zaira.
Ahora, desenmascarada su intriga, se veía constreñido a huir de Ombrosa, y aquellos
berberiscos ya no podían negarse a llevarlo consigo y conducirlo junto a ella. En sus
palabras jadeantes y entrecortadas se mezclaban acentos de esperanza, de súplica, e
incluso de miedo: miedo de que todavía no fuese ésta la ocasión, de que todavía alguna
desgracia tuviera que separarlo del ser querido.
Ya no conseguía dar impulso con los remos, cuando se acercó una sombra, otra lancha
berberisca. Quizá desde la nave habían oído el ruido de la batalla en la orilla, y mandaban
exploradores.
Cósimo resbaló hasta la mitad del palo, para que lo ocultase la vela. El viejo, en
cambio, comenzó a gritar en lengua franca que lo recogieran, que lo llevasen a la nave, y
extendía los brazos. Fue oído, en efecto: dos jenízaros con turbante, en cuanto estuvo al
alcance de la mano, lo agarraron por los hombros, lo levantaron ligero como era, y lo
arrastraron a su barca. Aquella en la que estaba Cósimo, de rebote fue apartada, la vela
cogió viento, y así mi hermano, que ya se veía muerto, se salvó de ser descubierto.
Alejándose con el viento, a Cósimo le llegaban de la lancha pirata voces como de un
altercado. Una palabra, dicha por los moros, que sonó parecida a «¡Marrano!», y la voz
del viejo que se oía repetir como un idiota: «¡Ah, Zaira!», no dejaban lugar a dudas sobre
la acogida que le habían dispensado al caballero. Sin duda lo consideraban responsable
de la emboscada de la gruta, de la pérdida del botín, de la muerte de los suyos; lo
acusaban de haberlos traicionado... Se oyó un grito, una zambullida, después silencio; a
Cósimo le vino el recuerdo, nítido como si lo oyera, de la voz de su padre cuando gritaba:
«¡Enea Silvio! ¡Enea Silvio!», persiguiendo a su hermano natural por el campo; y escondió
el rostro en la vela.
Volvió a subir a la verga, para ver adonde estaba yendo la barca. Algo flotaba en medio
del mar como transportado por una corriente: un objeto, una especie de boya, pero una
boya con cola... Le dio de lleno un rayo de luna, y vio que no era un objeto sino una
cabeza, una cabeza con un fez con borla, y reconoció el rostro vuelto al revés del
caballero abogado que miraba con su habitual aire asustado, la boca abierta, y de la
barba para abajo todo el resto estaba en el agua y no se veía, y Cósimo gritó:
- ¡Caballero! ¡Caballero! ¿Qué hacéis? ¿Por qué no subís? ¡Agarraos a la barca!
¡Ahora os ayudo a subir! ¡Caballero!
Pero su tío no respondía: flotaba, flotaba, mirando hacia arriba con aquel ojo aterrado
que parecía que no viese nada. Y Cósimo dijo:
- ¡Venga, Óptimo Máximo! ¡Tírate al agua! ¡Coge al caballero por el cogote! ¡Sálvalo!
¡Sálvalo!
El perro obediente se zambulló, trató de aferrar por el cogote al viejo, no lo consiguió, lo
cogió por la barba.
- ¡He dicho por el cogote, Óptimo Máximo! - insistió Cósimo, pero el perro levantó la
cabeza por la barba y la empujó hasta el borde de la barca, y se vio que de cogote ya no
había, no había ni cuerpo ni nada, había sólo una cabeza, la cabeza de Enea Silvio
Carrega cortada de un golpe de cimitarra.
XVI
El final del caballero abogado fue contado por Cósimo al principio en una versión harto
distinta. Cuando el viento llevó a la orilla a la barca con él encogido en la verga y Óptimo
Máximo la siguió arrastrando la cabeza cortada, a la gente que había acudido a su
llamada le contó - desde el árbol al que se había rápidamente trasladado con la ayuda de
una cuerda - una historia bastante más simple: es decir, que el caballero había sido
raptado por los piratas y después le habían dado muerte. Quizá era una versión dictada
por el pensamiento de su padre, cuyo dolor sería tan grande con la noticia de la muerte
del hermanastro y la visión de aquellos lastimosos restos, que Cósimo no se atrevió a
apesadumbrarlo con la revelación de la felonía del caballero. Más aún, a continuación
intentó, al oír hablar del abatimiento en que el barón había caído, construir para nuestro
tío natural una gloria ficticia, inventando una lucha secreta y astuta para desbaratar a los
piratas, a la que hacía tiempo que se dedicaba y que, descubierto, lo había llevado al
suplicio. Pero era un relato contradictorio y lleno de lagunas, también porque había algo
más que Cósimo quería esconder, o sea el desembarco de lo hurtado por los piratas a la
gruta y la intervención de los carboneros. Y en efecto, si la cosa se hubiese llegado a
saber, toda la población de Ombrosa habría subido al bosque para quitarles las
mercancías a los bergamascos, tratándolos de ladrones.
Después de algunas semanas, cuando estuvo seguro de que los carboneros habían
dado salida a todo, contó el asalto a la gruta. Y quien quiso subir para recuperar algo se
quedó con las manos vacías.
Los carboneros lo habían dividido todo en partes equitativas, el bacalao curado hoja a
hoja, los salchichones, el queso, y con lo que sobró hicieron un gran banquete en el
bosque que duró todo el día.
Nuestro padre había envejecido mucho y el dolor por la pérdida de Enea Silvio tenía
extrañas consecuencias sobre su carácter. Así le entró la manía de que las obras del
hermano natural no se perdiesen. Y por lo mismo quiso cuidarse de la cría de las abejas,
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