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circunspecta, con la cara levantada, y pasó lentamente, serena y con aire de
superioridad, envuelta en los miles deseos amorosos, anhelos y homenajes que yo le
enviaba.
Así había sido en otro tiempo, un domingo, hace treinta y cinco años, y todo lo de
entonces había vuelto en este instante: la colina y la ciudad, el viento primaveral y el
aroma de capullo, Rosa y su cabello castaño, anhelos inflamados y dulces angustias de
muerte. Todo era como antaño, y me parecía que jamás había vuelto a querer en mi
vida como entonces quise a Rosa. Pero esta vez me había sido dado recibirla de otro
modo que en aquella ocasión. Vi cómo se ponía encarnada al reconocerme, vi su
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El lobo estepario
Hermann Hesse
esfuerzo para ocultar su turbación y comprendí al punto que le gustaba, que para ella
este encuentro significaba lo mismo que para mí. Y en lugar de quitarme otra vez el
sombrero y quedarme descubierto e inmóvil hasta que hubiera pasado, ahora, a pesar
del temor y del azoramiento, hice lo que la sangre me mandaba hacer, y exclamé:
«¡Rosa! Gracias a Dios que has llegado, hermosa, hermosísima muchacha. ¡Te quiero
tanto!» Esto no era acaso lo más espiritual que en aquel momento pudiera decirse, pero
aquí no hacía falta ninguna el espíritu, bastaba aquello perfectamente. Rosa se detuvo,
me miró y se puso aún más encarnada que antes, y dijo: «Dios te guarde, Harry. ¿De
veras me quieres?» Y al decir esto, brillaban de su cara vigorosa los ojos oscuros, y yo
me di cuenta: toda mi vida y mis amores pasados habían sido falsos y difusos y llenos
de necia desventura desde el momento en que aquel domingo había dejado marchar a
Rosa. Pero ahora se corregía el error, y todo se hacía de otra manera, se haría todo
bien.
Nos cogimos de las manos y así seguimos andando despacio, indefectiblemente
felices, muy azorados; no sabíamos lo que decir ni lo que hacer; por azoramiento
empezamos a correr más de prisa, nos pusimos a trotar hasta que nos quedamos sin
aliento y hubimos de pararnos; pero sin soltarnos de la mano. Aún estábamos los dos en
la niñez y no sabíamos bien lo que hacernos el uno con el otro; aquel domingo no
llegamos siquiera a un primer beso, pero fuimos enormemente felices. Nos quedamos
parados y respiramos, nos sentamos en la hierba y yo acaricié su mano, y ella me pasó
tímidamente la otra suya por el cabello, y luego nos volvimos a levantar y medimos cuál
de los dos era más alto, y, en realidad, era yo un dedo más alto, pero no quise
reconocerlo, sino que hice constar que éramos exactamente iguales y que Dios nos
había determinado aluno para el otro, y más tarde habríamos de casarnos. Luego dijo
Rosa que olía a violetas, y nos pusimos de rodillas sobre la pequeña hierba primaveral y
buscamos y encontramos un par de violetas con el tallo muy corto, y cada uno regaló al
otro las suyas, y cuando refrescó y la luz caía ya oblicua sobre las rocas, dijo Rosa que
tenía que regresar a su casa, y entonces nos pusimos los dos muy tristes, pues
acompañarla no podía; pero ya teníamos ambos un secreto entre los dos, y esto era lo
más delicioso que poseíamos. Yo me quedé arriba entre las rocas, aspiré el perfume de
las violetas de Rosa, me tumbé en el suelo al borde de un precipicio, con la cara sobre el
abismo y estuve mirando hacia abajo a la ciudad y atisbando hasta que su dulce y
pequeña figura apareció allá muy abajo y pasó presurosa junto al pozo y por encima del
puente. Y entonces ya sabía que había llegado a la casa de su padre, y que andaba allí
por las estancias, y yo estaba tendido aquí arriba lejos de ella, pero de mí hasta ella
corría un lazo, se extendía una corriente, flotaba un secreto.
Volvimos a vernos acá y allá, sobre las rocas, junto a las bardas del jardín, durante
toda esta primavera, y, cuando las lilas empezaban a florecer, nos dimos el primer
tímido beso. Pero era lo que nosotros, niños, podíamos darnos, y nuestro beso era
todavía sin ardor ni plenitud, y sólo muy suavemente me atreví a acariciar los sueltos
tirabuzones al lado de sus orejas, pero todo era nuestro, todo aquello de que éramos
capaces en amor y alegría; y con todo tímido contacto, con toda frase de amor sin
madurar, con toda temerosa espera, aprendíamos una nueva dicha, subíamos un
pequeño peldaño en la escala del amor.
Así volví a vivir otra vez, bajo estrellas más venturosas, toda mi vida de amoríos,
empezando por Rosa y las violetas. Rosa se esfumó y apareció Irmgard, y el sol se hacía
más ardiente, las estrellas más embriagadoras, pero ni Rosa ni Irmgard llegaron a ser
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