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Bonifacio había oído en casa, a los parientes de su mujer, algo de productos químicos, pero no sabía
nada concreto.
-¡Al grano! -dijo más muerto que vivo.
-Yo... con la mayor inocencia del mundo, le pregunté a su señor... pariente si el dinero que usted
acababa de tomar, honrándome con su confianza, era para los gastos primeros... para algún ensayo; para
muestras de... qué sé yo... en fin, que se me había metido en la cabeza que era para la fábrica. Don Juan...
me miró con aquellos ojazos que usted sabe que tiene. Tardó en contestarme; noté eso, que tardaba en
hablar. En fin, encogiendo los hombros, me dijo: «Sí, efectivamente, para gastos preliminares, de
preparación... pero tengo orden, ahora que me acuerdo, de pagar a usted inmediatamente ese dinero.»
Yo, la verdad, extrañaba que haciendo tan pocas horas que usted había recogido los cuartos... pero a mí,
¿quién me metía en averiguaciones? ¿no es eso? En fin, que nos citamos para esta su casa a las diez de
la noche, y a las diez y cuarto estaba aquí don Juan Nepomuceno con seis mil reales en plata. Esta es la
historia.
¡Aquella era la historia!, pensó Reyes desde el abismo de su postración. Estaba aturdido, se sentía
aniquilado. El tío lo sabía todo... y ¡había pagado! ¿Y Emma? Al acordarse de su mujer experimentó
aquella ausencia de las piernas, sensación insoportable que nunca faltaba en los grandes apuros.
Callaban los dos. El notario comprendió que allí había gato encerrado; «algún misterio de familia»,
pensaba él. Pero como había cobrado su dinero, de lo que estaba muy contento, como se había reintegrado,
sabía contener su curiosidad, que dejaba paso a la más exquisita prudencia. Allá ellos, se decía, y seguía
callando.
Rompió el silencio Bonis, diciendo con voz sepulcral:
-Si usted hiciera el favor de mandar que me sirvieran un vaso de agua.
-Con mil amores.
Una maritornes sucia y muy gorda presentó el agua con un panal de azúcar cruzado sobre el vaso.
-Gracias; sin azúcar. Nunca tomo azúcar en el agua. Gracias.
Esto lo decía Bonis con los ojos estúpidos clavados en el rostro risueño y soez de la moza; lo decía
con una voz y un tono como los que emplean los cómicos al despedirse del pícaro mundo al final de un
tercer acto, cuando están con el alma en la boca y un puñal en las entrañas.
El agua le calmó y dio cierta fuerza. Pudo levantarse y despedirse. No pensó en dar explicaciones ni
disculpas. Su silencio era muy ridículo, es claro. ¿Qué estaría pensando aquel señor? Lo menos, que él
estaba loco. Bien, ¿y qué? Valiente cosa le importaba en aquel momento a Bonis que se riera de él el
mundo entero. ¡Nepomuceno había pagado los seis mil reales! Esto, esto era lo terrible. ¿Volvería a
casa? ¿Se escaparía?
Viéndole tan conmovido, don Benito, el Mayor, no quiso hablar una palabra más sobre el asunto
misterioso; sin tirarle de las orejas ni andarse con cuchufletas, le despidió muy serio, con rostro compungido
como acompañándole en una desgracia tan respetable cuanto desconocida para él; y después de conducirle
hasta el primer tramo de la escalera, se volvió a su despacho. Sólo entonces se le ocurrió esta diabólica
idea:
-Aquí hay gato, es claro; a mí no me importa; pero si... es una hipótesis, si hubiera podido haber un
medio... así... verosímil... legal... de... de cobrar yo mis seis mil reales, al tío primero, y después otros
seis mil al sobrino... Disparate, absurdo; corriente; pero hubiera tenido gracia.
Y dando un patético suspiro, se frotó las manos; y renunciando al ideal de cobrar dos veces, no pensó
más en aquello y volvió a sus negocios.
En cuanto a Reyes, al llegar al portal, donde trabajaba y comía un zapatero de viejo, tuvo varias ideas
y un desmayo. Las ideas fueron las siguientes: «Ese farsante de ahí arriba me ha engañado, he debido
Leopoldo Alas «Clarín»: Su único hijo
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tener valor para acogotarle, o, por lo menos, para decirle cuántas son cinco. Miente como un bellaco; el
tío Nepomuceno ha pagado porque este traidor no se fiaba de mí; me conoció en la cara que yo no podía
sacar de ninguna parte seis mil reales y se fue al otro... y cantó... Verdad es que yo no le había encargado
el secreto. Pero se suponía que lo necesitaba; debía de conocérseme en la cara; y a él acudí por su fama
de discreto, de hombre de mucho sigilo... Voy a volver arriba a matarle, ex profeso...»
Y cuando pensaba en esto, fue cuando sintió absoluta necesidad de dejarse caer. Cayó sentado en el
portal y se le fue la cabeza. El zapatero acudió en su auxilio. Cuando volvió en sí Reyes, sintió, como la
noche anterior, que le regaban la cara con agua fresca. Y medio delirando, dijo:
-Gracias... sola, sin azúcar.
- VII -
Dio expresivas muestras de gratitud al zapatero, que se ofreció a acompañarle a su casa y salió,
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